La noche gris presagiaba un acontecimiento brutal, que comenzó con escalofriantes gritos de dolor que provenían de la vieja casa construida de adobe al final de la calle. La casa del Sombrerón, como se le conocía había sido recién alquilada y estaba ubicada en uno de los barrios más populares de Jutiapa. Al final del patio de la casa había una imponente ceiba, cuyas ramas estaban siendo utilizadas como brazos de tortura.
Una gruesa cuerda de pita había sido amarrada a una de sus ramas. Mientras que del otro extremo de la cuerda colgaba una niña con la cabeza hacia abajo. Fuertemente atada por los pies. Su aspecto era demacrado con la expresión de dolor reflejada en su rostro. Sus largos cabellos negros serpenteaban en todas direcciones movidos por el viento. Sus pies descalzos estaban siendo quemados con brazas ardientes que provenían de una fogata encendida frente a ella. El fuego iluminaba macabramente la escena. Los gritos de dolor de la pequeña viajaban impulsados por el viento hasta llegar a ser escuchados por los desconcertados vecinos, que no se decidían a entrar a la vieja casa debido a las leyendas urbanas que cobraban vida en la oscuridad de las noches sin luna.
Sorpresivamente un hombre blanco, delgado y con expresión de enojo, se abrió paso entre la gente que se estaba aglomerando frente a la vieja casa. Ese hombre con las manos empuñadas comenzó a golpear la puerta principal que estaba visiblemente deteriorada por el paso del tiempo. La fuerza con que golpeaba la puerta hizo que la madera con que estaba construida comenzara a quebrarse. Luego retrocediendo un poco y utilizando su pierna derecha golpeo con fuerza la puerta para derribarla completamente.
Al ingresar al interior de la casa, corrió directamente hacia el patio. Al observar lo que estaba ocurriendo su enojo se convirtió en furia. Acercándose a la fogata, recogió un leño con fuego. Utilizando ese leño como antorcha se abalanzó desafiante hacia el verdugo de la niña. Quien, al verse amenazado, retrocedió y salió huyendo del lugar. Luego el hombre sujeto a la pequeña y utilizando el fuego del leño quemo la cuerda para liberar a la pequeña.
La niña al sentirse liberada balbuceo levemente, “papá…” mientras perdía totalmente el conocimiento. El hombre la abrazo con fuerza y cargándola en sus brazos salió de la vieja casa. Conocida como la casa del Sombrerón. Caminando entre la gente, dejando atrás la fogata que aún seguía encendida esparciendo sus llamas amenazantes en la oscuridad de la noche, iluminando la imponente ceiba que se erguía como fiel testigo del horrendo martirio que la pequeña Alondra había sufrido.
Manuel, camino por la calle principal del pueblo en dirección hacia su propia casa. Con su pequeña hija nacida fuera del matrimonio, amorosamente cargada entre sus brazos. Recibiendo la inquietante mirada de todas las personas que se encontraba a su paso.
Cuando Manuel llego a su casa, golpeo suavemente la puerta utilizando su pie derecho. Su esposa Hilda abrió la puerta. Manuel entonces doblo sus rodillas. Su propio peso lo doblego a caer al suelo y sin decir ninguna palabra comenzó a llorar con tristeza y dolor. Hilda se acercó a él. No dijo nada. Observo los pies descalzos y con quemaduras graves de la pequeña Alondra. Entonces acariciando el rostro de la pequeña dijo, “No te preocupes, yo la recibo con el corazón. A partir de hoy es mi hija. Cuidare de ella y no habrá diferencia entre ella y nuestros hijos.”
Manuel, levanto la mirada, sus ojos estaban enrojecidos por el llanto y el dolor que sentía al ver el sufrimiento de su hija. Entonces se puso de pie y entrego a la pequeña Alondra en brazos de su nueva madre.
Hilda se llevó a la pequeña hasta su propia cama y comenzó a curar sus pies. Utilizando una bolita de algodón comenzó a desinfectar las llagas producidas por las brasas ardientes. La piel de la planta de los pies de Alondra se desprendía cada vez que Hilda los tocaba. El agua oxigenada junto con el roce del algodón sobre la piel quemada provocó que la pequeña Alondra se despertara dando gritos de dolor. Manuel la sujeto entonces con fuerza para evitar que se moviera, mientras Hilda colocaba un ungüento medicinal para ayudar a sanar los pies quemados.
Para finalizar la curación, Hilda coloco vendas sobre los pies para evitar que se produjeran infecciones. Luego mirando directamente hacia los ojos de Alondra, se acerco a ella, se sentó sobre la cama y abrazando a la pequeña lloro llena de impotencia por no poder mitigar el dolor que la niña estaba sintiendo.
Manuel se conmovió al ver la escena. Extendiendo sus brazos; abrazo a su esposa y a su hija al mismo tiempo. Entonces los tres lloraron inconsolablemente, sintiéndose unidos por el mismo dolor, aunque los tres lo sentían de manera diferente…
CONTINUARA…
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