El viento frio de la mañana se movía suavemente en todas direcciones abrazando el cuerpo de alondra, que se estremecía al sentir el contacto del viento con su piel, provocándole escalofríos. El canto de los pájaros se escuchaba en el ambiente y los primeros rayos del sol golpearon el rostro de Alondra lastimando sus ojos cerrados; obligándola a abrir sus parpados adormecidos entre pequeñas gotitas de agua salada que aún permanecían entre sus ojos después de haber derramado muchas lágrimas.
Sintiéndose atrapada en una pesadilla que no terminaba, Alondra escucho vagamente los golpes que alguien le daba a la vieja puerta de madera de la casa. Con la visión nublada, borrosa, los odios aturdidos por un incesante y distorsionado zumbido, Alondra no podía distinguir la voz o la cara de quien le estaba hablando. Entonces levantando un poco la cabeza dirigió la mirada hacia el cielo, donde un afilado machete alzaba el vuelo, destellando su brillo como chispas de fuego que refulgían mientras cortaba la luz del sol dirigiéndose hacia ella, para luego escuchar el sonido inconfundible de metal golpeando las raíces de la imponente ceiba.
Luego sintió unos fuertes brazos que la levantaron del suelo, mientras observaba como su hermoso cabello quedaba tirado sobre la tierra y trenzado con las raíces de madera. Alondra respiraba con dificultad, sus brazos y piernas no tenían fuerza. Sin embargo, su sentido del olfato percibió el olor que emanaba del cuerpo del hombre que la llevaba en brazos, entonces con la voz quebrada y sin poder contener el llanto balbuceo, “¡Papá!”, mientras perdía el sentido.
La escena se repetía, exactamente los mismos pasos avanzados en el tiempo, mientras Manuel salía de la vieja casona con su hija en brazos, recorriendo las calles de Jutiapa hasta llegar a su casa. Donde Hilda lo estaba esperando. Allí Manuel dejo que sus sentimientos de padre se soltaran y como un niño lloro su desdicha. Mientras sus brazos ya cansados aun sostenían a su hija. Hilda se arrodillo y así como la primera vez que recibió a Alondra los abrazo a ambos, uniendo su llanto al llanto de su esposo, sintiendo el mismo dolor.
Hilda le ayudo a Manuel a ponerse de pie y juntos caminaron al cuarto de Alondra, para acostarla en su cama. Hilda busco unas tijeras y recorto las puntas del pelo de Alondra para que no se viera tal mal después de que Manuel se lo corto con su machete para liberarla de la imponente ceiba. Alondra permaneció dormida varias horas, Hilda se quedó a su lado y observo que el vientre de Alondra estaba abultado, como si estuviera otra vez embarazada.
Cuando Alondra despertó no dijo nada, se mantuvo estática en la cama, con la mirada triste y fija hacia la ventana de su cuarto por donde se podía ver el jardín de la casa. Durante los días siguientes Alondra recibió muchas atenciones de sus padres y hermanos. Sin embargo, ella se negaba a salir de su cuarto. Se sentía muy cansada todo el tiempo, sin ánimos y sin deseos de participar en ninguna actividad dentro de la casa. Hilda le insistió que fueran a una consulta con el doctor, pero Alondra se negaba sintiendo que todo su interior estaba envenenado con dolor y sufrimiento. Hasta que un día el color de la piel de Alondra comenzó a cambiar, tomando un color amarillento pálido, mientras su abdomen seguía creciendo.
Entonces Hilda llevo un doctor a la casa. El doctor no quiso dar un diagnóstico, pero les ordeno realizar exámenes médicos para determinar la situación de Alondra. Hilda estaba muy preocupada ya que Alondra se veía demacrada, débil y no quería comer. Ese mismo día Manuel llevo a Alondra a la clínica médica donde le realizaron varios exámenes. Alondra fue diagnosticada con cirrosis en estado terminal. Toda la familia sufrió la noticia en silencio. Desde ese momento Alondra no volvió a Hablar, quedando sumergida en una inmensa tristeza que desbordaba a través de sus ojos para traspasar los corazones de sus padres.
Por las noches antes de irse a dormir, Hilda la cobijaba entre sábanas blancas, colocándole una almohada debajo de la espalda y otra debajo de la cabeza. Cada noche al quedarse sola en su cuarto, Alondra miraba el jardín en el patio trasero a través de su ventana. Recibiendo la luz de la luna que iluminaba tenuemente su habitación. Y cada madrugada, cuando el reloj marcaba las tres de la mañana, se reflejaba una sombra pequeña sobre su cama. Mientras el Sombrerón con voz melodiosa le llevaba serenata, cantándole al pie de su ventana. Luego entraba a la habitación y le acariciaba el pelo, diciéndole al oído, “Si fueras mía, yo te curaba.” Alondra nunca respondió nada.
Hilda siguió arrancándole hojas al calendario. Los meses pasaron y la enfermedad de Alondra empeoro. Hasta que un día Alondra volvió a hablar mientras Hilda le acomodaba las almohadas, “Por favor, no te vayas, quédate esta noche a mi lado, no me dejes sola.” Al escuchar la súplica de su hija, Hilda se quedó en la habitación leyendo la biblia y de vez en cuando rezaba. Alondra estaba serena, su rostro reflejaba paz, su boca dibujaba una leve sonrisa. De repente levanto su brazo derecho y con su mano se aferró a la mano de Hilda con fuerza. Justo a las tres de la madrugada su corazón se detuvo y su cuerpo marchito expiro el aliento de vida que libero su espíritu de seguir viviendo en agonía dentro de su cuerpo.
Los días siguientes después de la muerte de Alondra fueron nefastos, llenos de tristeza. Los corazones de Hilda y Manuel sufrieron el dolor de su partida. Durante tres semanas seguidas cada noche al marcar el reloj las tres de la madrugada se escuchaba una melodiosa voz cantando al pie de la ventana. Hasta que un viernes Hilda no soporto más la serenata. Entonces se levantó sin despertar a Manuel y se dirigió a la que fue la habitación de Alondra. Nadie había entrado al cuarto de Alondra hasta ese día. Cuando Hilda abrió la puerta observo una sombra pequeña reflejada sobre las sábanas blancas y escucho una voz que le dijo, “Si hubiera sido mía, yo la habría curado.”
Sintiendo furia e impotencia Hilda agarro un vaso lleno de agua que permanecía sobre la mesita de noche al lado de la cama, para arrojarlo con fuerza hacia el patio a través de la ventana. Luego se dejó caer sobre la cama desbordando toda su tristeza entre llantos hasta que se quedó dormida. Sorpresivamente Hilda sintió que alguien le acariciaba el rostro, entonces haciendo un esfuerzo por mirar de quien se trataba, lentamente fue abriendo sus ojos. El corazón de Hilda comenzó a latir a toda prisa sintiendo un estupor que invadió todo su cuerpo. Frente a ella estaba Alondra, irradiando luz, llevaba puesto un vestido blanco con muchos encajes de tul, su cabello era otra vez largo y lo tenía peinado con listones blancos, llenos de flores que emanaban un delicioso aroma a limón. Su rostro era joven y bello otra vez. Con su hermosa voz Alondra dijo, “Hilda ya no me llores más, ¡Mírame! Estoy feliz y donde yo estoy no sufro más. Gracias por cuidar de mí. Gracias por darme amor. Gracias por esforzarte porque yo fuera feliz. Gracias por haber sido una madre para mí. Recuérdame siempre con una sonrisa en tu corazón y dile a mi padre que mi amor por el permanece a través de la muerte física, porque mi espíritu es libre y yo soy feliz.”
Después Alondra dio un par de vueltas haciendo girar su hermoso vestido blanco mientras caminaba hacia la puerta de la habitación diciéndole a Hilda, “Me quiero despedir de mis hermanos, les diré adiós sin despertarlos, después le daré un beso a mi padre en la frente.” En ese momento Alondra fue interrumpida por una voz fantasmagórica que provenía del jardín y que entro a la habitación a través de la ventana, “Alondra, todavía puedes ser mía. Has pacto conmigo y tu espíritu quedara atado a mi para siempre.”
Alondra con una sonrisa en sus labios respondió, “Jamás te pertenecí y jamás seré tuya, vete sombra oscura porque jamás podrás volver a hacerme daño.”
Ante la respuesta negativa de Alondra, el Sombrerón grito con fuerza, quebrando los vidrios de la ventana, luego se escuchó el cabalgar de un caballo que se alejó a galope. Mientras Alondra abría sus alas y entonaba su melodiosa voz para desvanecerse entre la luz que irradiaba, caminando sobre escaleras doradas que la llevaban a su nueva morada.
Desde entonces se dice que, en las calles de Jutiapa, cada madrugada cuando el reloj marca las tres de la mañana, alguna muchacha del pueblo recibe serenata al pie de su ventana. Pero cuando el Sombrerón se acerca para ver su cara, se enoja al descubrir que no es la mujer que ama. Entonces, la sujeta por el pelo y se lo trenza a la cabecera de la cama. Después se aleja en su caballo, cabalgando a galope, tratando de encontrar en alguna muchacha la irremplazable belleza de la Alondra de Oriente que jamás lo pudo amar. Ofreciendo riquezas y haciendo pacto con los hombres que se dejan engañar para destruir el amor de los enamorados que jamás aprendieron a perdonar.
FIN.
Dedicado a la Hermosa Alondra de Oriente. Cuya voz permanece imborrable en el tiempo, la distancia o el olvido. Porque permanece viva en el recuerdo de todos los que tuvimos el privilegio de verla bailar con sus vestidos cubiertos de encajes de tul, mientras espacia su melodiosa voz a través del viento.
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