El tiempo no perdona, ya que implacablemente la tierra sigue girando sobre su eje cada día, mientras avanza en su imparable movimiento alrededor del sol. Los segundos se combinan hasta ser minutos. Los minutos se entrelazan uno detrás del otro hasta convertirse en horas. Las horas juguetean entre el día y la noche formando semanas que, plasmadas en el calendario de la vida, se convierten en meses hasta diluirse entre las agujas del reloj año tras año.
La vida se volvió monótona para Eduardo desde que se cambió de universidad. La expresión melancólica de su mirada dejaba al descubierto la inconmensurable tristeza que abatía su corazón. Sus actividades diarias eran rutinarias. Al levantarse cada mañana se dirigía a sus respectivas clases, después a la biblioteca donde pasaba largas horas realizando todas sus tareas. Seguidamente regresaba a su dormitorio para seguir leyendo libros hasta el anochecer, luego se acostaba a dormir. Así transcurrían los días en la vida de Eduardo. En muy raras ocasiones conversaba con alguno de sus compañeros de clases. Generalmente comía una o dos veces al día. Su aspecto era demacrado y su compleción física muy débil. Eduardo había perdido peso sin embargo tenía el promedio más alto en todas las materias que cursaba en la universidad.
Los padres de Eduardo le proveían de la ayuda económica que necesitaba, por lo que se dedicaba a estudiar tiempo completo. Eduardo únicamente llamaba una o dos veces al mes a sus gemelos; porque cada vez que lo hacía no podía contener los sentimientos oprimidos adentro de su pecho y siempre terminaba llorando.
Una tarde mientras Eduardo estaba en la biblioteca, decidió buscar un libro en la sección de romance. Impulsado por un recuerdo que como estrella fugaz le provoco una sonrisa al recordar el rostro de Ana. Ya que a ella le gustaba mucho leer historias románticas. Buscando con la mirada, Eduardo esperaba encontrar algún título que lo motivara a levantar el brazo para extraer un libro del estante y así llevárselo con él a su habitación. Los ojos de Eduardo se detuvieron al toparse con uno de los libros favoritos de Ana. Suspirando profundamente lo tomo en sus manos y lo abrió justo en el instante que el inconfundible olor a rosas del perfume que Ana usaba invadió su sentido del olfato, crispando sus sentidos.
Atónito por el repentino diluvio de recuerdos suprimidos en su cerebro, los cuales Eduardo pretendía eliminar sin afrontar la realidad que lo obligaba a aceptar que Ana ya no estaba a su lado, Eduardo comenzó a buscar entre los pasillos de la biblioteca a la mujer que usaba el mismo perfume que le gustaba a Ana.
Siguiendo el rastro del aroma que lentamente se desvanecía en el ambiente, Eduardo llego a la puerta principal de la biblioteca. La cual se mecía suavemente como señal de que alguien recién había salido de allí. Sin pensarlo mucho Eduardo corrió hacia la salida, pero al abrir la puerta solamente encontró frente a él, el maravilloso espectáculo de un rojo atardecer. Dejándose acariciar por tenues rayos del sol que lo envolvieron en ese instante, Eduardo evoco la sensual y picaresca sonrisa de Ana. Sus ojos se llenaron de lágrimas que como fino cristal líquido salían de sus ojos para solidificarse al combinarse con el viento que los trasformaba en pequeñas gotas prismáticas, donde se reflejaban los colores del amor.
Eduardo empuñó ambas manos, añorando con toda la fuerza de su Alma, los cálidos besos de Ana. Sus piernas comenzaron a temblar y su trémulo corazón se agito en el interior de su pecho. Inexplicablemente Eduardo comenzó a liberar sus más profundos sentimientos. Envuelto en el efímero pero latente dolor que provoca la pérdida del ser amado, cuando la aceptación llega a doblegar a la renuencia de querer seguir apegado al deseo imposible de volver a darles vida en un mundo donde ya no pertenecen.
De golpe su cuerpo perdió toda fuerza obligándolo a caer al suelo sobre sus rodillas. Las lágrimas que brotaban de sus ojos se convirtieron en un rio de tristeza, dolor y soledad. Colocando sus manos sobre su cabeza mientras deslizaba sus dedos entre sus cabellos, Eduardo grito con desesperación. Sin importarle que pudiera haber alguien a su alrededor que le pudiera escuchar.
De rodillas sobre el suelo, tapándose los oídos con las manos y conservando los ojos cerrados, Eduardo comenzó a suplicar para que el tormento que estaba sufriendo se fuera. En ese instante escucho una inconfundible voz que le pregunto, “¿Estas bien? ¿Necesitas ayuda?”
Eduardo abrió los ojos y vio reflejada sobre el suelo la silueta de una mujer de cabellos ondulados que se movían al compás del viento. Encadenándolo al aroma de rosas que emanaba de su cuerpo. Con movimientos torpemente lentos giro la cabeza para observar quien era la mujer que estaba de pie a sus espaldas.
El llanto en sus ojos y la nubosidad de su mente le impidieron ver claramente, así que Eduardo se secó las lágrimas con la manga de su camisa y al alzar nuevamente la mirada, su sentido de percepción convulsiono ante lo inimaginable que sus ojos estaban viendo. El rojizo-dorado color de su cabello, lo sensual de sus labios, el aroma de rosas y la cálida mirada de sus inconfundibles ojos verde esmeralda quedaron plasmados en el cerebro de Eduardo mientras perdía el sentido.
CONTINUARA…
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