Ayer llovió durante todo el día. Había momentos en que la lluvia se tornaba muy fuerte con mucho viento. Luego se convertía en una llovizna apacible sobre la cual mis pensamientos se apresuraban a navegar en un rio caudaloso de recuerdos. Mientras escuchaba música de los años setenta, mi espíritu se trasladaba a las calles de mi pueblo, a los años de mi niñez. A esas calles de polvo y piedra sobre las cuales solía correr con los pies descalzos.
El deseo de querer escuchar el sonido de la lluvia me impulso a abrir la puerta, el viento húmedo y frio golpeo mi rostro erizando toda mi piel. Instintivamente busqué con mi nariz el olor a tierra mojada, que no pude percibir, porque las calles a mi alrededor están totalmente pavimentadas. Entonces cerré mis ojos y dejé que mis pensamientos me llevaran al pasado; imaginando nuevamente las calles de mi pueblo, perfectamente grabadas en mis recuerdos.
Con los ojos cerrados pude ver como las calles se convertían en ríos, sobre los cuales navegaban barcos de papel, pude escuchar el ruido de la lluvia al golpear los techos de láminas, pude percibir el olor a tierra mojada y pude sentir como mi pecho se mojaba con la llovizna mesclada con las lágrimas que brotaban de mis ojos al evocar esas memorias del pasado.
Yo vivía en Barrio Chaparrón, Jutiapa, Guatemala. Y para mí era una tradición cada vez que llovía, correr bajo la lluvia a la casa de doña Nieves para comprar pupusas de chicharon. Yo comencé a trabajar siendo niño y desde muy pequeño aprendí el oficio de mi padre (Fotógrafo) por ello siempre tenía dinero conmigo.
Cuando yo conocí a doña Nieves, las calles de mi barrio ya estaban adoquinadas (pavimentadas con ladrillos de cemento). Yo tendría aproximadamente 11 años y la conocí en la carnicería comprando chicharrones de carne de cerdo. Yo la observe detenidamente porque era una señora de complexión sumamente delgada, su carita ovalada llena de arrugas. Los dedos de su mano eran largos y un poco huesudos. Caminaba despacio y cargaba con su brazo derecho una cesta con vegetales. Al verla mi corazón se enterneció porque me recordé de mi abuelita. Así que me ofrecí a ayudarle cargando su cesta.
Para mi sorpresa, resulto que doña Nieves, vivía a solamente dos cuadras de distancia de mi casa, sobre una de las avenidas. Su casa era muy sencilla. Construida con adobes (ladrillos de lodo y paja), la fachada de la casa estaba deteriorada y sin pintura. Las paredes del interior de la casa estaban cubiertas con una mescla de cal. El suelo no tenía piso, pero la tierra estaba muy apelmazada por lo cual se podía barrer con escoba de paja. Doña Nieves me permitió llegar hasta su cocina para dejar la cesta sobre una mesa de madera. No tenía estufa de gas, su estufa era muy antigua construida con ladrillos y barro, tenía un enorme comal, el techo de la cocina era de tejas y solamente tenía dos paredes. Los otros dos extremos de la cocina estaban descubiertos y el techo sostenido por dos columnas de madera.
Además de la mesa tenía varios bancos de madera. Prácticamente su cocina estaba en el patio de su casa. A un lado de la mesa tenía una piedra de moler y me conto que todas las tardes hacia pupusas de chicharon para vender, especialmente en los días lluviosos porque era cuando más las vendía.
A partir de ese día durante muchos meses, especialmente cuando llovía, cada tarde a las dos en punto, yo salía corriendo de mi casa en dirección de la casa de doña Nieves. Al llegar golpeaba con fuerza la puerta de madera y me sentaba sobre una piedra grande que estaba a un lado de la entrada, para esperar a que me dejaran entrar. Pasados algunos minutos se abría una pequeña ventana que la puerta tenía en el centro y doña Nieves miraba hacia abajo para asegurarse que era yo, quien tocaba. Después de escuchar mi saludo, abría la puerta y me dejaba entrar a la cocina. Yo siempre llevaba unas monedas para pagar y las dejaba sobre la mesa después me sentaba en uno de los bancos de madera y la observaba trabajar.
A pesar de no tener dos paredes la cocina de doña Nieves siempre estaba cálida. El humo de la leña salía por debajo del comal en medio de grandes llamas de fuego, que en ocasiones chispeaban con el tronar de los leños que se quemaban. Sobre la mesa un huacal de plástico grande lleno de masa de maíz, una bolsa de plástico con chicharrones, tomates, cebolla, ajo, chile dulce, sal, papas, pimienta y condimento de res en polvo.
Doña Nieves siempre comenzaba a vender sus pupusas después de las tres de la tarde, pero yo llegaba una hora antes porque me fascinaba observar como ella preparaba todo para la venta. Comenzaba con lavar la piedra de moler con agua fresca que sacaba del pozo de su casa. Luego ponía sobre el comal una hoja metálica con agujeros sobre la cual asaba todos los vegetales, excepto las papas porque ya las tenía cosidas en agua con sal. El olor de los vegetales asándose lentamente, despertaba mis sentidos y absorbía toda mi atención.
Mientras los vegetales se asaban, doña Nieves molía los chicharrones sobre la piedra de moler con movimientos rítmicos pero lentos. Doña Nieves siempre camina muy despacio como en cámara lenta, a mi corta edad yo pensaba sin decirlo en voz alta, “Apúrese doña Nieves, apúrese que tengo hambre.”
Las manitas de doña Nieves se movían con lentitud sobre la piedra de moler, cansadas por el trabajo arduo de muchos años. De vez en cuando levantaba la mirada y me sonreía. La grasa de los chicharrones se escurría por los lados de la piedra con la que molía sin salirse de la piedra de moler. Cuando los chicharrones ya estaban molidos, agregaba una por una las papas y seguía moliendo formando una masa pegajosa y poco a poco le agregaba los vegetales asados que emanaban un olor indescriptiblemente apetecible a los sentidos del olfato y el gusto.
Cuando la masa de chicharon estaba lista, doña Nieves la ponía adentro de una olla de aluminio. Luego colocaba la masa de maíz sobre la piedra de moler para afinarla. Después comenzaba a hacer bolitas de masa. Con las cuales hacia las tortillas que rellenaba con masa de chicharrón para después doblarlas a la mitad y formar una especie de empanada. Inmediatamente las ponía sobre el comal caliente para que se cosieran.
Yo esperaba con ansias esa primera pupusa que doña Nieves iba a sacar del comal. La cual, después de ponerla sobre un pedazo de hoja de plátano ponía sobre mis manos. La mescla de olores y sabores combinados a la perfección por la sabiduría y destreza de una mujer anciana, que a través de los años que tenia de vender pupusas de chicharon, daban como resultado una indeleble sensación de placer al disolverse adentro de mi boca. Absorbidas por las papilas gustativas que transmitían ese sabor inigualable a mi cerebro, provocando que todos mis sentidos se alteraran para pedir más, hasta saciar la necesidad incoherente de sentir hambre con mi estomago totalmente lleno.
Esa tradición de correr hacia la casa de doña Nieves se interrumpió por casi un año que estuve lejos de mi querida Jutiapa. Pasado el tiempo regrese precisamente una tarde de lluvia y lo primero que le dije a mi madre fue que me diera dinero para ir a comprar pupusas de chicharon a la casa de doña Nieves. Mi madre me dio unas monedas y yo salí corriendo a buscar a doña Nieves. Cuando llegue toque muchas veces sobre la puerta de madera, pero nadie abrió la ventanita para observarme y después abrir la puerta. Regrese al día siguiente y al día siguiente, pero nadie volvió a abrir la puerta. Entonces me senté sobre la piedra al lado de la entrada y observe como la lluvia formaba ríos sobre los cuales navegaban barcos de papel que llevaban escrito un “ADIOS CON UNA MOÑA NEGRA”, comprendí que ya jamás volvería a comprar pupusas de chicharon en la casa de doña Nieves.
Y durante toda mi vida he elaborado pupusas de chicharrón siguiendo los pasos aprendidos, mientras observaba a doña Nieves preparar todos los ingredientes. Especialmente en las tardes de lluvia cuando mis ojos se nublan de recuerdos y las lágrimas caen sobre mi pecho. Y aunque las pupusas tienen buen sabor jamás he podido igualar el sabor de las pupusas que hacía doña Nieves. Pero su recuerdo permanecerá en mis memorias cada tarde de lluvia y vivirá a través de las historias de mí tierra; mientras mi familia me siga pidiendo pupusas de chicharrón, así como las de “DOÑA NIEVES”.
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